La Orden de Toledo

Hemos rescatado este artículo de toledoolvidado.com porque nos parece muy significativo e interesante para poder ilustrar una parte de la rica historia de Venta de Aires. Esperemos que os guste.

Toledo tiene un indudable halo de misterio, de lugar especial donde pueden suceder cosas inesperadas, de espacio revelador de otras realidades y de ventana abierta a la imaginación. Hubo a principios del siglo XX un grupo de amigos muy especial que supo captar esta realidad paralela de la ciudad para dejarse llevar, evadirse, soñar, crear, divertirse, aprender y, sobre todo, disfrutar. Este grupo de jóvenes por aquel entonces desconocidos formaba parte de la que denominaron Orden de Toledo, cuyos preceptos básicos eran:

– Vagar durante toda una noche por Toledo, borracho y en completa soledad.
– No lavarse durante la estancia.
– Acudir a la ciudad una vez al año.
– Amar a Toledo por encima de todas las cosas.
– Velar el sepulcro del Cardenal Tavera.

La Orden fue fundada ni más ni menos que por un jovencísimo Luis Buñuel del modo que años más tarde relataría: Me paseo por el claustro gótico de la catedral, completamente borracho, cuando, de pronto, oigo cantar miles de pájaros y algo me dice que debo entrar inmediatamente en Los Carmelitas, no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento.

Me voy al convento, el portero me abre la puerta y viene un fraile. Le hablo de mi súbito y ferviente deseo de hacerme carmelita. Él, que sin duda ha notado el olor a vino, me acompaña a la puerta. Al día siguiente tomé la decisión de fundar la “Orden de Toledo”. Ello sucedió el día de San José de 1923 (13 días después de la visita a la ciudad de Albert Einstein) y Buñuel se nombró condestable de la Orden.

El secretario era Pepín Bello. En un segundo orden jerárquico se encontraban los fundadores de entre los que destacan Federico García Lorca y su hermano Paquito, Pedro Garfias, Augusto Casteno, José Uzelay y Ernestina González. Luego venían los caballeros, entre los que figuraban Salvador Dalí, Rafael Alberti, Antonio Solalinde, Hernando Viñes, Lulu Viñes, Ricardo Urgoiti, María Teresa León, René Crével, Pierre Unik, José María Hinojosa y Jeanne, la esposa de Buñuel. Por debajo de estos se encontraban los escuderos con Georges Sadoul, Roger Désormières y su esposa Colette, Elie Lotar, Aliette Legendre, Manuel A. Ortiz y Ana María Custodio. Más abajo estaban los invitados de los escuderos cuyo jefe era Moreno Villa y, por último, estaban los invitados de los invitados de los escuderos, con Juan Vicens y Marcelino Pascua a la cabeza. Estamos por tanto ante lo mejor de la generación del 27 con Toledo como fuente de inspiración y lugar de reunión. El rango alcanzado en la Orden dependía del grado de cumplimiento de las reglas, básicamente resumidas según Buñuel en ir a Toledo con la mayor frecuencia posible y ponerse en disposición de vivir las más inolvidables experiencias.

Se alojaban por lo general en la famosa Posada de la Sangre, cuyo grado de higiene determinaba la regla de no lavarse: Burros en el corral, carreteros, sábanas sucias y estudiantes. Por supuesto nada de agua corriente, lo cual no tenía más que una importancia relativa ya que los miembros de la Orden tenían prohibido lavarse durante su permanencia en la Ciudad Santa.

Comían en tascas, siendo su predilecta la Venta de Aires donde siempre pedían tortilla a caballo (con carne de cerdo), perdiz y vino blanco de Yepes. En este lugar interpretaron por primera vez juntos Don Juan Tenorio.

Tras comer era obligado parar a ver la tumba del Cardenal Tavera, con unos minutos de recogimiento delante de la estatua yacente del cardenal muerto, en alabastro, de mejillas pálidas y hundidas, captado por el escultor una o dos horas antes antes de que empezara la putrefacción. En la película Tristana, Buñuel hizo un homenaje a esta costumbre y un guiño a sus amigos en la famosa escena de Catherine Deneuve.

Luego subían a la ciudad histórica para perdernos en el laberinto de sus calles. Vivían intensamente sus días en la ciudad: A menudo, en un estado rayano en el delirio, fomentado por el alcohol, besábamos el suelo, subíamos al campanario de la catedral y escuchábamos en plena noche los cantos de las monjas y los frailes a través de los muros del Convento de Santo Domingo. Nos paseábamos por las calles leyendo en alta voz poesías que resonaban en las paredes de la antigua capital de España, ciudad ibérica, romana, visigótica, judía y cristiana (Luis Buñuel).

En Tristana (y en Viridiana) también hay varios homenajes a estas andanzas en el campanario de la Catedral y en Santo Domingo el Real.

Rafael Alberti narra así su ceremonia de iniciación en la Orden:

A pesar del rigor para ser admitido, yo lo fui ese año. Fundada hacía algún tiempo por aquel grupo de amigos residentes, el principal deber de sus cofrades consistía en vagar, sobre todo de noche, por la maravillosa y mágica ciudad del Tajo (…) Cumpliendo cláusulas severas del reglamento de la orden, los hermanos dejaban la posada cuando ya del reloj de la catedral había caído la una, hora en que todo Toledo parece estrecharse, complicarse aún más en su fantasmagórico y mudo laberinto. Aquella noche de mi iniciación en los secretos de la orden salimos a la calle, llevando todos los hermanos, menos yo, ocultas bajo la chaqueta, las sábanas de dormir, sacadas con sigilo de las camas de nuestros cuartos. Luis Buñuel actuaría de cofrade mayor. El acto poético y misterioso preparado para la madrugada, iba a consistir en hacer revivir toda una teoría de fantasmas por el atrio y la plaza de Santo Domingo el Real. 

Después de un tejer y destejer de pasos entre las grietas profundas del dormido Toledo, vinimos a parar al sitio del convento en el instante en que sus defendidas ventanas se encendían, llenándose de velados cantos y oraciones monjiles. Mientras se sucedían los monótonos rezos, los cofrades de la hermandad, que me habían dejado solo en uno de los extremos de la plaza, amparados entre las columnas del atrio, se cubrieron de arriba abajo con las sábanas, apareciendo, lentos y distanciados por diversos lugares, blancos y reales fantasmas de otro tiempo, en la callada irrealidad de la penumbra toledana. La sugestión y el miedo que comencé a sentir iban subiendo, cuando de pronto las ensabanadas visiones se agitaron y, gritándome: “¡Por aquí, por aquí!”, se hundieron en los angostos callejones, dejándome -una de las peores pruebas a que se veían sometidos los novatos de la hermandad- abandonado, solo, perdido en aquella asustante devanadera de Toledo, sin saber dónde estaba y sin la posibilidad consoladora de que alguien me indicase el camino de la posada, pues además de no encontrar a esas alturas de la noche un solo transeúnte, en Toledo, si no le informan a uno a cada treinta metros, puede considerarse, y aun durante el día, extraviado definitivamente. Así que me eché a caminar por la primera callejuela -muy contento, por otra parte, de mi falta de brújula-, decidido a dejarme perder hasta el alba. Andar por Toledo, y en la oscuridad de una noche sin luna como aquélla, es adelgazarse, afinarse hasta quedar convertido en un perfil, una lámina humana, dispuesta a herirse todavía, a cortarse contra los quicios de tan extraña resquebrajadura, es volverse de aire, silbo de agua para aquellos enjutos pasillos, engañosas cañerías, de súbito chapadas, sin salida posible, es siempre andar sobre lo andado, irse volviendo pasos sin sentido, resonancia, eco final de una perdida sombra.

Perdida y mareada sobra era yo, cuando de pronto, en uno de esos imprevistos ensanches -brusquedad de una grieta que supone una plaza, codazo de una calleja que hunde un trecho de espacio para el murallón de un convento, una iglesia, un edificio señorial-, se levantó ante mí un desmelenado y romántico muro de yedra, entre la que clareaba algo que me hizo forzar la mirada para comprenderlo. Era una losa blanca, una lápida escrita, interrumpida aquí y allá por el cabello oscuro de la enredadera. El temblequeo de un farolillo colgado a una hornacina me ayudó a descifrar: “AQUÍ NACIÓ GARCILASO DE LA VEGA…” La inscripción continuaba en letra pequeña, dificil de leer, aumentando otra vez de tamaño al llegar a los números que indicaban el año de nacimiento y el de la muerte del poeta: 1503-1536. Y me pareció entonces como si Gacilaso, un Garcilaso de hojas frescas y oscuras, se desprendiese de aquella enredadera y echase caminar conmigo por el silencio nocturno de Toledo en espera del alba.

Sirva esta entrada de homenaje a este grupo heterodoxo de genios, unidos por una amistad que quedaba por encima de ideologías políticas y corrientes artísticas y a los que les unía dos cosas: su enorme talento y su amor por Toledo.